Niños de la calle
Marcelo Colussi
La Insignia. Guatemala, enero del 2004.
El siglo XXI no ha comenzado de manera muy promisoria que digamos (pandemia
de sida, amenaza de nuevo rearme atómico, aumento de la brecha entre ricos y
pobres, entre otras cosas) aunque haya quien proclame triunfalmente que
hemos alcanzado "el fin de la historia". Los dos negocios más expandidos en
la actualidad, por delante del petróleo, son la industria de las armas
(20.000 dólares por segundo) y el tráfico ilícito de drogas (medio billón de
dólares al año).
Algo sucede en la cultura de nuestros tiempos. Por un lado una acumulación
de riquezas sin precedentes, mientras que por otro lado muere de hambre una
persona cada 14 segundos a escala mundial. ¿Ése es el fin de la historia? La
historia la escriben los que ganan, lo cual quiere decir que hay otra
historia, no la oficial sino la verdadera.
Nuestro inicio de milenio está marcado por una deshumanización altamente
preocupante. ¿Cómo entender que las dos actividades más dinámicas sean la
fabricación de instrumentos para matar y la producción de evasivos? Algunos
llegan a decir que "sobra gente" en el mundo. ¿Es posible? ¿Es la gente la
que sobra? La civilización dominante escribe la historia, y hoy eso se hace
en términos de "triunfadores" sobre "inviables", de avance tecnológico no
importa a qué precio, de destrucción de muchos humanos a mano de un pequeño
grupo de semejantes.
El ser humano, en esta concepción, es prescindible. Lo dice el desarrollo
imparable de la robótica. Hay un sexo cibernético donde con uno basta, el
otro de carne y hueso no es necesario, es reemplazado por la realidad
virtual. Incluso el medio ambiente es sacrificado en nombre del progreso sin
importar que allí vive la gente. El único pequeño detalle que rompe esta
lógica es que la gente sigue existiendo, y aumentado (5 nacimientos por
segundo a nivel global).
Desde la década de los 50 en los países latinoamericanos se vive un proceso
de acelerado despoblamiento del campo y crecimiento desmedido y
desorganizado de las ciudades principales. La población escapa a la pobreza
rural y a las guerras crónicas en esas áreas. El resultado de todo esto son
megápolis desproporcionadas sin planificación urbanística, plagadas de
barrios marginales.
Sumado a este proceso de industrialización tardío y éxodo interno tenemos
las políticas neoliberales que desde los años 80 ("la década perdida" según
la CEPAL) empobrecieron más las ya estructuralmente pobres economías
latinoamericanas. Como consecuencia de esto último se dio un aumento de la
miseria de los siempre pobres sectores agrarios y un aumento de la migración
hacia las ya saturadas capitales. Los asentamientos precarios albergan casi
tanta gente como los barrios formales. Si la "gente sobra" esto sólo puede
darse en la lógica económico-social dominante, pero nunca en términos
humanos concretos. La gente está allí y tiene derecho a vivir (junto a otros
derechos que le aseguran una vida digna y con calidad). Uno de cada dos
nacimientos en el mundo tiene lugar en un barrio marginal del Tercer Mundo.
¿Qué le espera a cada uno de esos niños al nacer?
Niños que, desde el inicio, para algunos "sobran". Seguramente no un mundo
de rosas. Si tiene suerte y no muere de alguna enfermedad previsible o por
inanición, trabajará desde muy pequeño. Quizá termine la escuela primaria,
pero probablemente no. Casi con seguridad no asistirá a la escuela media;
mucho menos a la Universidad. Se criará como pueda: pocos juguetes, mucha
violencia, poco cuidado paterno; seguramente junto a muchos hermanos: seis,
ocho, diez. Esto en el campo, donde se necesitan muchos brazos para las
faenas agrícolas, es parte de la cultura cotidiana; pero en un asentamiento
precario en medio de una gran ciudad es ante todo un problema. Deberá
trabajar, y su trabajo será en las calles, no bajo la supervisión de sus
padres. Trabajo, por otro lado, siempre descalificado, muy poco remunerado,
siempre en situación de riesgo social: la violencia, la transgresión, las
drogas estarán muy cerca. Esto se potencia en el caso de las niñas.
La pobreza de donde provienen estos menores no se concibe sólo en términos
de ingreso monetario, siempre escaso por cierto. También lo es en cuanto a
recursos en general para afrontar la vida, en conocimientos, en
experiencias. Las familias "reproductoras" de niños que van a vivir a las
calles son en general numerosas, con dinámicas violentas, con antecedentes
de alcoholismo, en algunos casos promiscuas, a veces con historias
delincuenciales.
Todo esto es más fácil que se de en un grupo marginado económica y
socialmente (los que "sobran") antes que en los sectores integrados. Lo
dramático es que la población "sobrante" aumenta, y por ende sus niños, que
son quienes terminan poblando las calles.
En cualquier ciudad latinoamericana vemos como algo común ejércitos de niños
deambulando por las calles. Desde muy tempranas edades, sucios, harapientos,
a veces con su bolsita de inhalante en la mano, los niños y niñas ya forman
parte del paisaje cotidiano: menores que venden baratijas, lustran zapatos,
lavan automóviles, mendigan o simplemente pasan sus días en parques,
mercados o terminales de buses.
El fenómeno es relativamente nuevo, de las últimas décadas; pero lo peor es
que está en franca expansión. Se estima que en todo el mundo hay 150
millones de niños que trabajan o viven en las calles. ¿Por qué? ¿Cuál es la
verdadera historia de los niños de la calle?
Establecidos en las calles es muy fácil que algunos se perpetúen allí. Y
cuando esto sucede, cuando se cortan los vínculos con las familias de
origen, la inercia lleva a que sea muy difícil salir de ese ámbito.
Callejización, consumo de drogas y transgresión van de la mano. "Para una
innumerable cantidad de niños y jóvenes latinoamericanos la invitación al
consumo es una invitación al delito. La televisión te hace agua la boca y la
policía te echa de la mesa" (Eduardo Galeano). Un niño finalmente se queda a
vivir en la calle porque escapa así a un infierno diario de violencia,
desatención, escasez material. Recordemos que pobreza no es sólo falta de
dinero efectivo; es también falta de posibilidades para el desarrollo. Lo
que, casualmente, se encontrará ante todo en los grupos más sumergidos, en
las "poblaciones excedentes".
Son varias las instituciones que se ocupan del problema de los niños de la
calle: las públicas ("centros de reorientación de menores", en general
reformatorios o cárceles) con una propuesta más punitiva y en dependencia de
dictámenes legales; las no gubernamentales con proyectos de corte
humanitario o caritativo.
Más allá de buenas intenciones y diversidad de metodologías, el impacto de
sus acciones es relativo; por supuesto que una atención puntual en un caso,
o un apoyo para la sobrevivencia es mucho. Y ni hablar de algún niño
rescatado de esta situación y reubicado en otra perspectiva. Ello es
encomiable. De todos modos el fenómeno en su conjunto no se termina, por el
contrario crece. Cada día, en cualquier mediana o gran ciudad
latinoamericana, nuevos niños se integran a la vida en las calles.
¿Qué hacer ante esto?
Hay que partir por reconocer que la problemática concierne a todos. Cada
niño durmiendo en una plaza o con su bolsa de pegamento es el síntoma que
indica que algo anda mal en la base; taparse los ojos ante esto no soluciona
nada. Los niños, el eslabón más débil de la cadena, son la esperanza de un
futuro distinto; también los de la calle (convengamos en que la Historia aún
no ha terminado).
Estigmatizarlos no servirá para contribuir a algo nuevo. "La continuada
marginación económica y social de los más pobres está privando a un número
creciente de niños y niñas del tipo de infancia que le permitirá convertirse
en parte de las soluciones de mañana, en vez de pasar a engrosar los
problemas. El mundo no resolverá sus principales problemas mientras no
aprenda a mejorar la protección e inversión en el desarrollo físico, mental
y emocional de sus niños y niñas" (UNICEF).
El problema de los niños de la calle, en definitiva, es un síntoma social,
es la punta del iceberg. Nos habla de los enormes problemas estructurales
que posibilitan que los más débiles entre los débiles paguen las
consecuencias.
Trabajar sobre el síntoma, más allá de lo loable que pueda ser la iniciativa
en términos morales, queda corto, no basta. Solucionar hoy el frío o el
hambre de un menor en concreto puede ser bueno, pero tiene el agravante que
consolida una cultura de la dependencia por parte de los sectores más
desprotegidos. Es, sin más, caridad; y la caridad no alcanza para solucionar
los problemas sociales.
Cada niño de la calle, sin siquiera abrir la boca, con sus ojazos tristes,
desde su bolsita de pegamento, nos habla de las diferencias de clase, de la
exclusión, de la discriminación, del norte y del sur, de los más de 500 años
de injusticia que viven estas tierras, del fracaso del modelo neoliberal,
del fracaso del sistema capitalista en definitiva. Si se trata de cambiar
algo, es imposible comenzar por el último eslabón de la cadena.
http://www.lainsignia.org/2004/enero/soc_002.htm
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