VII
El maestro del sueño
Toda relación en tu vida es susceptible de ser sanada, toda relación puede ser
maravillosa, pero siempre empezará por ti. Es necesario que tengas valentía para
utilizar la verdad, para hablarte a ti mismo con la verdad, para ser
completamente sincero contigo mismo. Quizá no es necesario que te muestres
sincero con todo el mundo, pero puedes serlo contigo mismo. Quizá no seas capaz
de controlar lo que ocurrirá a tu alrededor, pero puedes controlar tus propias
reacciones. Esas reacciones guiarán el sueño de tu vida, tu sueño personal. Son
tus reacciones las que te hacen sentir muy desdichado o muy feliz.
Tus reacciones son la clave para tener una vida maravillosa. Si eres capaz de
aprender a controlar tus propias reacciones, entonces podrás cambiar tus
costumbres y cambiarás tu vida.
Eres responsable de las consecuencias de todo lo que haces, piensas, dices y
sientes. Tal vez te resulte difícil comprender qué acciones provocaron una
consecuencia determinada -qué emociones, qué pensamientos-, pero lo que sí ves es
la consecuencia porque, bien la estás sufriendo, o estás disfrutando de ella.
Controlas tu sueño personal mediante las elecciones. Comprueba si la consecuencia
de tu elección te resulta satisfactoria o no. Si es una consecuencia que te
permite disfrutar, entonces sigue adelante. Perfecto. Pero si no te gusta lo que
está ocurriendo en tu vida, si no estás disfrutando de tu sueño, intenta
averiguar qué está originando las consecuencias que tanto te disgustan. Así es
como se transforma el sueño.
Tu vida es la manifestación de tu sueño personal. Si eres capaz de transformar
el programa de tu sueño personal te convertirás en un maestro del sueño. Un
maestro del sueño crea una vida que es una obra maestra. Pero llegar a ser un
maestro del sueño representa un gran reto, ya que normalmente los seres humanos
se convierten en esclavos de sus propios sueños. El modo en que aprendemos a
soñar es una trampa. Con todas las creencias que tenemos de que nada es posible,
resulta difícil escapar del sueño del miedo. A fin de despertar del sueño,
necesitas dominarlo.
Por esa razón los toltecas crearon la Maestría de la Transformación, para
liberarse del viejo sueño y crear un nuevo sueño donde todo es posible, incluso
escapar del sueño. En la Maestría de la Transformación, los toltecas dividen a la
gente en soñadores y en cazadores al acecho. Los soñadores saben que el sueño es
una ilusión y juegan en ese mundo de ilusión sabiendo que se trata sólo de eso.
Los cazadores al acecho son como un tigre o un jaguar, y están al acecho de toda
acción y reacción.
Tienes que acechar tus propias reacciones; trabajar en ti mismo a cada
instante. Requiere mucho tiempo y valor porque resulta más fácil tomarse las
cosas como algo personal y reaccionar de la misma manera que acostumbras a hacer.
Y eso te conduce a cometer muchos errores y a padecer mucho dolor, porque tus
reacciones sólo generan más veneno emocional e incrementan la desdicha.
Ahora bien, cuando seas capaz de controlar tus reacciones, descubrirás que no
tardas nada en ver, es decir, en percibir las cosas como realmente
son. Por lo general, la mente percibe las cosas como son, pero debido a toda la
programación y a todas las creencias que tenemos, hacemos interpretaciones de lo
que percibimos, de lo que oímos, y sobre todo, de lo que vemos.
Existe una gran diferencia entre ver de la manera en que la gente ve en el
sueño y ver sin establecer juicios, tal como es. La diferencia reside en el modo
en que reacciona tu cuerpo emocional frente a lo que percibes. Por ejemplo, si
vas andando por la calle y un desconocido te dice: «Eres un estúpido» y se aleja,
puedes percibir la situación y reaccionar de muchas maneras diferentes. Aceptar
lo que esa persona te ha dicho y pensar: «Sí, debo de ser un estúpido».
Enfurecerte o sentirte humillado, o sencillamente ignorarlo.
Lo cierto es que esa persona te está enfrentando a su propio veneno emocional
y te ha hecho ese comentario porque has sido el primero que se ha cruzado en su
camino. No tiene nada que ver contigo. No hay nada personal en ello. Y si eres
capaz de ver esa verdad, tal como es, no reaccionarás.
Dirás: «Cómo sufre esa persona», pero no te lo tomarás como algo personal. Es
sólo un ejemplo, pero se puede aplicar a la mayoría de las cosas que suceden
continuamente. Tenemos un pequeño ego que se toma todas las cosas de manera
personal, que nos hace reaccionar exageradamente. No vemos lo que está ocurriendo
realmente porque reaccionamos al instante y lo convertimos en parte de nuestro
sueño.
Tu reacción proviene de una creencia interior muy profunda. Has repetido esa
manera de reaccionar miles de veces y al final se ha convertido en un hábito para
ti. Estás condicionado a ser de una determinada manera. Y ahí reside el reto:
cambiar tus reacciones normales, cambiar tus hábitos, arriesgarte y hacer
elecciones diferentes. Si no consigues la consecuencia que querías, cámbiala una
y otra vez hasta obtener finalmente el resultado que deseas.
He dicho que nunca hicimos la elección de tener en nuestro interior al
Parásito, que es el Juez, la Víctima y el Sistema de Creencias. Si sabemos que no
teníamos otra opción y adquirimos conciencia de que no es nada más que un sueño,
recobraremos algo que perdimos y que es muy importante: algo que las religiones
llaman «libre albedrío», y que es lo que Dios les concedió a los seres humanos
cuando los creo. Es cierto, pero el sueño nos lo arrebató y se lo quedó, porque
el sueño es quien controla la voluntad de la mayoría de los seres humanos.
Algunos dicen: «Quiero cambiar, realmente quiero cambiar. No hay ninguna razón
para que sea tan pobre. Soy inteligente. Merezco vivir una vida mejor, ganar
mucho más dinero del que gano actualmente». Lo saben, pero sólo es lo que su
mente les dice. ¿Y qué hacen? Encender el televisor y pasarse horas y horas
mirándolo. Entonces, ¿dónde está la fortaleza de su voluntad?
Una vez que tenemos conciencia, podemos hacer una elección. Si fuésemos
capaces de tener esa conciencia de manera permanente, cambiaríamos nuestras
costumbres, nuestras reacciones y nuestra vida entera. Cuando cobramos esa
conciencia, volvemos a tener el libre albedrío. Cuando recobramos el libre
albedrío, entonces somos capaces de recordar quienes somos en cualquier momento.
Y si lo olvidamos, podemos escoger otra vez, pero sólo si tenemos esa conciencia.
De lo contrario, no tenemos elección.
Cobrar conciencia significa ser responsable de la propia vida. No eres
responsable de lo que está sucediendo en el mundo. Eres responsable de ti mismo.
No fuiste tú quien hizo el mundo tal como es; el mundo ya estaba como es ahora
antes de que tú nacieses. No viniste aquí con la gran misión de salvar al mundo y
de cambiar la sociedad, pero, indudablemente, viniste con una gran misión; una
misión importante. La verdadera misión que tienes en la vida es hacerte feliz, y
a fin de ser feliz, debes examinar tus creencias, la manera que tienes de
juzgarte a ti mismo, tu victimismo.
Sé completamente sincero con respecto a tu felicidad. No proyectes una falsa
impresión de felicidad diciéndole a todo el mundo: «Mírame. He triunfado en la
vida, tengo todo lo que quiero, soy muy feliz», cuando no te gustas.
Todo está ahí para nosotros, pero lo primero que necesitamos es tener la
valentía de abrir los ojos, de utilizar la verdad y de ver las cosas como son en
realidad. Los seres humanos están muy ciegos y la razón de tanta ceguera es que
no quieren ver. Por ejemplo: Una mujer joven conoce a un hombre y de inmediato
siente una fuerte atracción hacia él.
Tiene una subida de hormonas y lo único que quiere es a ese hombre. Todas sus
amigas ven qué tipo de hombre es. Consume drogas, no trabaja, tiene todas las
características que hacen sufrir tanto a las mujeres. Pero cuando ella lo mira,
¿qué es lo que ve? Sólo ve lo que quiere ver. Ve que es alto, guapo, fuerte,
encantador. Se crea una imagen de él e intenta negar lo que no quiere ver. Se
miente a sí misma. Realmente quiere creer que la relación funcionará. Las amigas
le dicen: «Pero toma drogas, es un alcohólico, no trabaja». Y ella les contesta:
«Sí, pero mi amor hará que cambie».
Su madre no soporta a ese hombre, claro, y lo mismo le sucede a su padre. Los
dos están preocupados por ella porque ven adonde la va a llevar el camino que ha
tomado. Le dicen: «No es un buen hombre». Pero ella les responde: «Me estáis
diciendo lo que tengo que hacer». Se enfrenta a su madre y a su padre, hace caso
de sus hormonas y se miente a sí misma en un intento de justificar su elección:
«Es mi vida y voy a hacer con ella lo que quiera».
Meses más tarde, la relación la devuelve a la realidad. La verdad empieza a
aflorar y ella le culpa a él por las cosas que no quiso ver anteriormente. No hay
respeto, la maltrata, pero, ahora, lo que más le importa es su orgullo. ¿Cómo va
a volver a su casa y reconocer que su madre y su padre tenían razón? Con eso
sólo conseguiría que se sintiesen satisfechos. ¿Cuánto le va a costar a esta
mujer aprender la lección? ¿Cuánto se ama a sí misma? ¿Hasta qué punto se va a
maltratar?
Todo ese sufrimiento se deriva de no querer ver, aun cuando las cosas se nos
muestran claramente ante nuestros ojos. Por eso, cuando conocemos a alguien que
intenta fingir que es mejor de lo que es, y que a pesar de haberse puesto esa
falsa máscara, no puede ocultar su falta de amor, su falta de respeto, no
queremos verlo ni oírlo. A eso se debe que un anciano profeta dijera una vez: «No
hay hombre más ciego que el que no quiere ver. Y tampoco hombre más sordo que el
que no quiere oír. Y no hay hombre más loco que el que no quiere comprender».
Estamos muy ciegos, lo estamos de verdad y lo acabamos pagando. Ahora bien, si
llegamos a abrir los ojos y ver la vida tal y como es, seremos capaces de evitar
mucho dolor emocional. Esto no significa que no nos arriesguemos. Estamos vivos y
necesitamos arriesgarnos, y si fallamos, bueno, ¿qué pasa?, ¿a quién le importa?
Da lo mismo. Aprendemos y seguimos adelante sin hacer juicios.
No necesitamos juzgar; no necesitamos culpar ni sentirnos culpables. Sólo
necesitamos aceptar nuestra verdad y proponernos un nuevo principio. Si somos
capaces de vernos a nosotros mismos tal y como somos, habremos dado el primer
paso hacia nuestra propia aceptación, hasta anular el rechazo de uno mismo. Desde
el mismo momento en que somos capaces de aceptarnos como somos, todos los cambios
son posibles.
Todas las personas tienen un valor, y la vida respeta ese valor. Pero ese
valor no se mide en dólares ni en oro; se mide en amor. Más que eso, se mide en
el amor hacia uno mismo. Tu valor viene dado por la cantidad de amor que te
tienes a ti mismo: y la vida respeta ese valor. Cuando te amas a ti mismo, tu
valor es muy alto, lo cual significa que tu tolerancia frente a los maltratos que
tú mismo te infliges es muy baja. Es muy baja porque te respetas. Te gustas tal
y como eres y eso aumenta tu valor. Siempre que haya cosas en ti que no te
gustan, tu valor será un poco más bajo.
En ocasiones, la autocrítica es tan fuerte que la gente necesita atontarse
para poder estar consigo misma. Cuando no te gusta una persona, puedes apartarte
de ella. Cundo no te gusta un grupo de gente, te puedes apartar de él. Pero si no
te gustas a ti mismo, no importa adónde vayas, siempre estarás ahí. Para evitar
tu propia compañía necesitas tomar algo que te atonte, que aparte tu mente de ti.
Quizás el alcohol te ayude. O quizás alguna droga. Puede que la comida: sólo
comer, comer y comer. Pero el maltrato de uno mismo puede llegar a ser mucho peor
que todo esto. Hay gente que realmente se odia a sí misma. Es autodestructiva, se
mata poco a poco porque no tiene la suficiente valentía para hacerlo de
golpe.
Si observas a las personas auto destructivas, verás que atraen a gente
parecida. ¿Qué hacemos cuando no nos gustamos a nosotros mismos? Intentamos
atontarnos con alcohol a fin de olvidar nuestro sufrimiento. Esa es la excusa que
utilizamos. ¿Y adónde vamos para obtener alcohol?
Vamos a un bar a beber, y una vez allí ¿adivina con quién nos encontramos? Con
alguien igual que nosotros, alguien que también intenta evitarse a sí mismo y
atontarse. Así pues, nos atontamos juntos, empezamos a hablar de nuestros
sufrimientos y nos comprendemos muy bien. Hasta empezamos a disfrutarlo. La razón
de que nuestro entendimiento mutuo sea tan perfecto es porque vibramos en la
misma frecuencia. Ambos somos auto destructivos. Entonces yo te hago daño y tú me
haces daño: una relación perfecta en el infierno.
¿Qué ocurre cuando cambias? Por la razón que sea, ya no necesitas el alcohol.
Ahora te sientes bien cuando estás contigo mismo y realmente lo disfrutas. Ya has
dejado la bebida, pero tienes los mismos amigos y todos beben. Se embriagan,
empiezan a sentirse más felices, pero tú ves claramente que su felicidad no es
real. Lo que llaman felicidad es una rebelión en contra de su propio dolor
emocional. En esa «felicidad» están tan heridos que se divierten causando dolor a
otras personas y a sí mismos.
Al final, te resulta imposible encajar en ese ambiente, y por supuesto, ellos
se enfadan contigo porque advierten que han dejado de gustarte. «Oye, veo que me
rechazas porque has dejado de beber conmigo, porque ya no nos emborrachamos
juntos.» Ahora es el momento de hacer una elección: retroceder o bien avanzar
hacia otra frecuencia distinta y conocer a aquellos que acabarán por aceptarse a
sí mismos como lo estás haciendo tú. Por fin descubres que existe otro reino de
realidad, una nueva manera de relacionarse y ya no aceptas determinados tipos de
maltrato.
VIII
Sexo: el mayor demonio
en el infierno
Si fuésemos capaces de sacar a los seres humanos de la creación del universo,
veríamos que toda ella -las estrellas, la Luna, las plantas, los animales, todas
las cosas- es perfecta tal y como es. La vida no necesita justificaciones ni
juicios; sin nosotros sigue funcionando igualmente. Ahora bien, si incluyes a
los seres humanos en la creación, pero arrebatándoles la capacidad de juzgar,
descubrirás que somos exactamente iguales al resto de la naturaleza. Ni buenos ni
malos ni tenemos razón ni estamos equivocados: somos sencillamente como
somos.
En el Sueño del Planeta, tenemos la necesidad de justificarlo todo: hacer que
todo sea bueno o malo, correcto o incorrecto, cuando, sencillamente, las cosas
son como son y punto. Los seres humanos acumulamos muchos conocimientos;
aprendemos todas esas creencias, toda esa moral y las reglas de nuestra familia,
de la sociedad y de la religión. Basamos la mayor parte de nuestra conducta y de
nuestros sentimientos en esos conocimientos. Creamos ángeles y demonios, y
claro, el sexo se convierte en el mayor demonio del infierno. El sexo es el mayor
pecado de los seres humanos, cuando el cuerpo humano está hecho para el sexo.
Biológicamente eres un ser sexual, y no hay más. Tu cuerpo es muy sabio. Toda
la inteligencia reside en los genes, en el ADN. El ADN no necesita comprender ni
justificar las cosas; sólo sabe. El problema no reside en el sexo. El problema
reside en el modo en que manipulamos el conocimiento y en nuestros juicios,
cuando, en realidad, no hay nada que justificar. A la mente le resulta muy
difícil rendirse, aceptar que es, sencillamente, como es. Tenemos toda una serie
de creencias sobre lo que debería ser el sexo, sobre cómo deberían ser las
relaciones, y esas creencias están completamente distorsionadas.
En el infierno pagamos un precio muy alto por un encuentro sexual, pero el
instinto es tan fuerte que, de todos modos, lo hacemos. Entonces, sentimos mucha
culpa y mucha vergüenza; oímos todos los chismes sobre el sexo. «¡Oh! ¡Mira lo
que está haciendo esa mujer! ¡Mira a ese hombre!» Tenemos una definición completa
de lo que es una mujer, de lo que es un hombre, de cuál debería ser el
comportamiento sexual de una mujer y de cuál debería ser el comportamiento sexual
de un hombre. Los hombres son siempre demasiado machos o demasiado débiles,
dependiendo de quien los juzgue. Las mujeres son siempre demasiado delgadas o
demasiado gordas. Tenemos todas esas creencias sobre cómo debería ser una mujer
para ser considerada hermosa. Tienes que comprar la ropa adecuada, crearte una
imagen apropiada a fin de resultar seductora y ajustarte a esa imagen. Si no
encajas en esa imagen de belleza, creces con la creencia de que careces de valor,
de que no le gustarás a nadie.
Nos creemos tantas mentiras sobre el sexo que no lo disfrutamos. El sexo es
para los animales. El sexo es maligno. Deberíamos avergonzarnos de tener
sentimientos sexuales. Estas reglas sobre el sexo van completamente en contra de
la naturaleza y sólo son un sueño, pero nos las creemos. Tu verdadera naturaleza
aflora y no encaja con todas esas reglas. Te sientes culpable. No eres lo que
deberías ser. Eres juzgado; una víctima. Te castigas a ti mismo y no es justo.
Esto abre heridas que se infectan con veneno emocional.
La mente juega a este juego, pero al cuerpo no le importa lo que la mente
crea; el cuerpo sólo siente la necesidad sexual. En un momento determinado de
nuestra vida nos resulta imposible no sentir una atracción sexual. Esto es
completamente normal; no comporta ningún problema. El cuerpo sentirá un deseo
sexual cuando se excite, cuando sea tocado, cuando sea visualmente estimulado,
cuando vea la posibilidad de sexo. El cuerpo puede sentir un deseo sexual, y unos
minutos más tarde, dejar de sentirlo. Si la estimulación cesa, el cuerpo deja de
sentir la necesidad de sexo, pero la mente es otro cantar.
Digamos que estás casada y que recibiste una educación católica. Tienes todas
esas ideas sobre cómo debería ser el sexo: sobre lo que es bueno o malo o
correcto o incorrecto, sobre lo que es pecado y lo que resulta aceptable.
Necesitas firmar un contrato para que el sexo sea aceptado; si no lo haces, el
sexo es pecado. Has dado tu palabra de que serás fiel, pero un día, cuando vas
por la calle, un hombre se cruza en tu camino. Sientes una fuerte atracción; el
cuerpo siente la atracción. No hay ningún problema porque no significa que vayas
a emprender una acción, sin embargo, eres incapaz de evitar ese sentimiento
porque es algo completamente normal. Cuando el estímulo desaparece, el cuerpo lo
libera, pero la mente necesita justificar lo que siente el cuerpo.
La mente «sabe», y ahí reside el problema. Tu mente sabe, tú sabes, pero ¿qué
es lo que sabes? Sabes lo que crees. No importa si es bueno o malo, adecuado o
inadecuado, correcto o incorrecto. Has sido educada para creer que eso es malo, y
de inmediato, haces ese juicio. En ese momento empieza el drama y el
conflicto.
Más adelante piensas en ese hombre, y sólo con pensar en él, tus hormonas
vuelven a aumentar. Dada la poderosa memoria de la mente, es como si tu cuerpo
volviese a verlo de nuevo. El cuerpo reacciona porque la mente piensa en ello. Si
la mente dejase al cuerpo en paz, la reacción se desvanecería como si nunca
hubiese tenido lugar.
Pero la mente lo recuerda, y como sabes que no está bien, empiezas a juzgarte.
La mente dice que no está bien e intenta reprimir lo que siente. Pero, cuando
tratas de reprimir tu mente, adivina qué ocurre. Piensas todavía más en ello.
Entonces vuelves a ver a ese hombre, y aunque esta vez la situación sea distinta,
tu cuerpo reacciona con mayor fuerza.
Si la primera vez hubieses liberado el juicio, ahora quizás al verlo por
segunda vez, no experimentarías ninguna reacción. Sin embargo, en estos momentos,
al verlo, tienes sentimientos sexuales, juzgas esos sentimientos y piensas: «Oh,
Dios mío, no está bien. Soy una mujer terrible». Necesitas ser castigada; eres
culpable; y de este modo entras en una espiral descendente, por nada, porque todo
está en la mente. Quizás ese hombre ni siquiera ha advertido tu existencia.
Empiezas a imaginarte toda la escena, haces suposiciones y llegas a desearlo
todavía más. Entonces, por la razón que sea, lo conoces, hablas con él y te
resulta maravilloso. Al final se convierte en una obsesión; es muy atractivo,
pero te da miedo.
Acabas haciendo el amor con él y es, a la vez, la mejor y la peor experiencia
que has tenido. Ahora realmente necesitas ser castigada. «¿Qué clase de mujer
permite que su deseo sexual sea más importante que sus principios morales?» Quién
sabe a qué juegos va a jugar la mente. Sientes dolor, pero intentas negar tus
sentimientos; intentas justificar tus acciones a fin de evitar el dolor
emocional. «Bueno, probablemente mi marido hace lo mismo.»
La atracción cobra fuerza, pero no es a causa del cuerpo, sino de la mente,
que está siguiendo un juego. El miedo se convierte en una obsesión, y así, el que
sientes en relación a tu atracción sexual se intensifica. De este modo, cuando
haces el amor con él, tienes una gran experiencia, pero no porque él sea
maravilloso ni tampoco porque lo sea el sexo, sino porque liberas toda la tensión
y todo el miedo. Entonces, para que vuelva a crecer de nuevo, la mente sigue
creyendo en el juego de que es así por el hombre, pero eso no es verdad.
El drama sigue creciendo y no se trata de otra cosa que de un sencillo juego
mental. Ni siquiera es real. Tampoco es amor, porque una relación como esta se
vuelve muy destructiva. Es autodestructiva porque te hieres a ti misma y lo que
más te duele es lo que crees. No importa que tus creencias sean correctas o
incorrectas, buenas o malas, estás rompiendo con ellas, algo deseable cuando se
hace a la manera del guerrero espiritual, pero no cuando se hace a la manera de
la víctima. Y lo que estás haciendo es utilizar esa experiencia para adentrarte
más profundamente en el infierno, no para salir de él.
Tu mente y tu cuerpo tienen unas necesidades completamente diferentes, pero la
mente controla al cuerpo. Este tiene unas necesidades que no es posible evitar:
comer, beber, guarecerse, dormir y satisfacerse sexualmente. Todas esas
necesidades son completamente normales y muy fáciles de satisfacer. El problema
reside en que la mente dice que esas son «sus» necesidades.
En nuestra mente creamos una imagen dentro de esta burbuja de ilusión. La
mente se responsabiliza de todo. Piensa que tiene necesidad de comida, de agua,
de cobijo, de ropa y de sexo, aunque lo cierto es que no la tiene, ya que no
experimenta necesidades físicas. La mente no necesita comida, no necesita oxígeno
ni agua, ni tampoco sexo. Pero ¿cómo sabemos que esto es verdad? Cuando tu mente
dice: «Necesito comida» y comes, el cuerpo se siente completamente satisfecho,
pero no la mente, que sigue pensando que todavía necesita más. Entonces sigues
comiendo sin parar, y, aun así, no eres capaz de que tu mente se sienta
satisfecha, porque esa necesidad no es real.
La necesidad de cubrir el cuerpo es otro ejemplo. Sí, el cuerpo necesita ser
cubierto cuando el viento es demasiado frío o cuando el sol quema en exceso, pero
quien tiene esa necesidad es el cuerpo y es fácil satisfacerla. Por eso, cuando
la necesidad está en la mente, aunque te eches encima toneladas de ropa, la mente
seguirá necesitando más. Entonces abres el armario, y aunque está lleno de ropa,
tu mente no se siente satisfecha, así que dices: «No tengo nada que ponerme».
La mente necesita otro coche, otras vacaciones, una casa para invitar a tus
amigos: todas esas necesidades que no eres capaz de satisfacer plenamente están
en la mente. Pues bien, lo mismo ocurre con el sexo. Cuando la necesidad está en
la mente, no es posible satisfacerla. Cuando la necesidad está en la mente
también están ahí todo el juicio y todo el conocimiento, lo que hace muy difícil
hacerle frente al sexo. La mente no necesita sexo. Lo que realmente necesita es
amor, no sexo. Más que la mente, es tu alma la que necesita amor, porque tu mente
es capaz de sobrevivir con el miedo. El miedo también es energía y alimento para
la mente: no exactamente el alimento que deseas, pero funciona.
Necesitamos liberar al cuerpo de la tiranía de la mente, ya que cuando ésta
deja de necesitar comida y sexo, todo resulta muy fácil. Para ello, el primer
paso que hay que dar es dividir las necesidades en dos categorías: en las
necesidades que tiene el cuerpo, y en las necesidades que tiene la mente.
La mente confunde las necesidades del cuerpo con las suyas porque necesita
saber: «¿Quién soy yo?». Vivimos en un mundo de ilusión y no tenemos la menor
idea de qué somos. Por lo tanto, la mente elabora todas estas preguntas. «¿Qué
soy yo?» se convierte en el mayor misterio y cualquier respuesta satisface la
necesidad de sentirse a salvo. La mente dice: «Yo soy el cuerpo. Yo soy lo que
veo; yo soy lo que pienso; yo soy lo que siento; siento dolor; estoy
sangrando».
La afinidad entre la mente y el cuerpo es tan grande que la mente se cree el
siguiente postulado: «Yo soy el cuerpo». El cuerpo tiene una necesidad y la mente
dice: «Yo necesito». La mente se toma como algo personal todo lo que tiene
relación con el cuerpo porque intenta comprender «¿Qué soy yo?». Por eso resulta
completamente normal que, en un momento determinado, la mente empiece a ganar
control sobre el cuerpo. Y vives tu vida de esta manera hasta que sucede algo que
te conmociona y te permite ver lo que no eres.
Sólo empiezas a cobrar conciencia cuando ves lo que no eres, cuando tu mente
empieza a comprender que no es el cuerpo. Cuando se dice a sí misma: «Entonces,
¿qué soy yo? ¿Soy la mano? Si me corto la mano, todavía sigo siendo yo. Entonces,
no soy la mano». Eliminas lo que no eres hasta que, al final, lo único que queda
es lo que realmente eres. La mente atraviesa un largo proceso hasta descubrir su
propia identidad. En ese proceso liberas tu historia personal, lo que te hace
sentir seguro, hasta que finalmente comprendes lo que en verdad eres.
Descubres que no eres lo que crees que eres porque nunca escogiste tus
creencias, que estaban ahí cuando naciste. Descubres que tampoco eres el cuerpo,
porque empiezas a funcionar sin él. Empiezas a advertir que no eres el sueño, que
no eres la mente. Y si profundizas más, te llegas a dar cuenta de que tampoco
eres el alma. Entonces, lo que descubres resulta verdaderamente increíble.
Descubres que lo que eres es una fuerza: una fuerza que le permite a tu cuerpo
vivir, una fuerza que permite que tu mente sueñe.
Sin ti, sin esa fuerza, tu cuerpo se derrumbaría. Sin ti, todo tu sueño se
disolvería hasta convertirse en nada. Lo que realmente eres es esa fuerza que es
la Vida. Y si miras a los ojos de alguien que esté cerca de ti descubrirás esa
conciencia propia, la manifestación de la Vida que brilla en ellos. La vida no es
el cuerpo, no es la mente, no es el alma. Es una fuerza, y por medio de esta
fuerza un recién nacido se convierte en un niño, en un adolescente, en un adulto;
se reproduce y envejece. Cuando la Vida abandona el cuerpo, este se descompone y
se convierte en polvo.
Eres Vida que atraviesa tu cuerpo, que atraviesa tu mente, que atraviesa tu
alma. Y una vez que descubres esto, no con la lógica, no con el intelecto, sino
porque la sientes, descubres que eres la fuerza que hace que se abran y se
cierren las flores, que hace que el colibrí vuele de una flor a otra, que estás
en cada árbol, en cada animal, en cada vegetal y en cada roca. Eres esa fuerza
que mueve el viento y que respira a través de tu cuerpo. Todo el universo es un
ser viviente movido por esa fuerza, y eso es lo que tú eres. Eres vida.
IX
La cazadora divina
En la mitología griega existe una historia sobre Artemisa, la cazadora divina.
Artemisa era la cazadora suprema porque podía cazar sin tener que esforzarse
demasiado. Satisfacía sus necesidades con gran facilidad y vivía en perfecta
armonía con el bosque. Era amada por todos los animales, y ser cazado por ella se
consideraba un honor. Nunca daba la impresión de estar cazando; todo lo que
necesitaba se le acercaba y eso es lo que la convertía en la mejor cazadora,
pero, a la vez, también, en la presa más difícil. Su forma animal era la de un
ciervo mágico al que resultaba casi imposible cazar.
Y así vivió Artemisa en perfecta armonía con el bosque, hasta que, un día, el
rey le dio una orden a Hércules, el hijo de Zeus, que iba en busca de su propia
trascendencia. Le ordenó que cazara al ciervo mágico de Artemisa. Hércules,
invicto hijo de Zeus, no se negó, y se adentró en el bosque para cumplir su
misión. El ciervo, cuando vio a Hércules, no se asustó, e incluso le permitió
acercarse. Sin embargo, al ver que éste se disponía a capturarlo, se alejó
corriendo, poniendo claramente de manifiesto que a menos que sus dotes de cazador
fuesen mejores que las de Artemisa, jamás podría cazarlo.
Ante esta situación, Hércules recurrió a Hermes, el mensajero de los dioses
por ser el más rápido, para que le prestase sus alas, lo que le permitió ser más
rápido que Hermes, y cazar la presa más valiosa. Ya te puedes imaginar la
reacción de Artemisa. Había sido cazada por Hércules, y por supuesto, quiso
vengarse. No obstante, aunque hizo todo lo que pudo para capturar a Hércules,
éste se había convertido en la presa más difícil. Hércules gozaba de plena
libertad y, aunque Artemisa no cejó en su intento, no fue capaz de conseguir
atraparlo.
A todo esto, Artemisa no necesitaba a Hércules para nada. Sentía una imperiosa
necesidad de capturarlo, pero no se trataba de nada más que de una ilusión. Creía
que estaba enamorada de él y lo quería para ella sola, de manera que lo único que
tenía en la mente era conseguirlo, y esto llegó a convertirse en una obsesión que
la llevó a perder la felicidad. Empezó a cambiar. Dejó de estar en armonía con el
bosque, y se puso a cazar sólo por el placer de conseguir una presa. Y así rompió
sus propias reglas y se convirtió en una predadora. Ahora los animales le tenían
miedo y el bosque empezó a rechazarla; sin embargo, a ella no le importó. No era
capaz de ver la verdad; Hércules era lo único que ocupaba su mente.
Había muchos trabajos que requerían la atención de Hércules, pero aun así, en
ocasiones iba al bosque a fin de visitar a Artemisa. Y cada vez que acudía, ella
hacía todo lo que estaba en sus manos para cazarlo. Cuando estaba con Hércules,
se sentía desbordada de felicidad por estar a su lado, aunque sabía que él se
marcharía, lo que la hacía sentirse celosa y posesiva. Cada vez que Hércules se
marchaba, ella sufría y lloraba.
Lo odiaba y lo amaba al mismo tiempo. Hércules no tenía la menor idea de lo
que estaba ocurriendo en la mente de Artemisa; no advirtió que pretendía cazarlo.
En su mente, él no se consideró nunca una presa. Amaba y respetaba a Artemisa,
pero no era eso lo que ella deseaba. Quería poseerlo; quería cazarlo y ser su
predadora. Por supuesto, en el bosque todos advirtieron el cambio que había
experimentado Artemisa, excepto ella. En su mente seguía considerándose la
cazadora divina. No había cobrado conciencia de que había fallado. No era
consciente de que el bosque, que antes había sido el cielo, ahora se había
convertido en un infierno, porque, tras su caída, el resto de los cazadores
cayeron con ella y todos se convirtieron en predadores.
Un día, Hermes adoptó una forma animal, y en el mismo instante en que ella se
disponía a destrozarlo, se convirtió en un Dios, lo que le permitió descubrir de
nuevo la sabiduría que había perdido. Hermes le explicó que había fallado, y con
esta nueva conciencia, Artemisa se acercó a Hércules y solicitó su perdón. Lo que
había provocado su caída no había sido nada más que su importancia personal. Al
hablar con Hércules comprendió que no había llegado a ofenderlo nunca porque él
desconocía lo que había estado sucediendo en su mente. Entonces, contempló el
bosque y vio lo que le había hecho. Pidió disculpas a cada flor y a cada animal
hasta que recobró el amor, y así se convirtió, de nuevo, en la cazadora
divina.
Te explico esta historia para que sepas que todos somos cazadores y todos
somos presas. Todo lo que existe es, a la vez, cazador y presa. ¿Por qué cazamos?
Cazamos a fin de satisfacer nuestras necesidades. He hablado de las necesidades
del cuerpo en oposición a las necesidades de la mente. Cuando esta cree que es el
cuerpo, las necesidades no son más que ilusiones y por eso es imposible
satisfacerlas. Cuando intentamos cazar esas necesidades irreales de la mente, nos
convertimos en predadores: intentamos atrapar algo que no necesitamos.
Los seres humanos persiguen el amor. Sentimos que necesitamos ese amor porque
creemos que no tenemos amor, y eso nos pasa porque no nos amamos a nosotros
mismos. Vamos en busca del amor en otros seres humanos como nosotros y esperamos
recibirlo de ellos cuando, de hecho, esos seres humanos se encuentran en la misma
situación que nosotros. Tampoco se aman a sí mismos, de modo que, ¿cuánto amor
podemos recibir de ellos? Por lo tanto, lo único que hacemos es crear una mayor
necesidad que no es real; seguimos buscando afanosamente, pero en el lugar
equivocado, porque los demás seres humanos no tienen el amor que nosotros
necesitamos.
Cuando Artemisa fue consciente de su caída, volvió a ser quien había sido
porque todo lo que necesitaba estaba en su interior. Y lo mismo vale para todos
nosotros, ya que todos somos como Artemisa tras su caída y antes de su redención.
Buscamos afanosamente el amor. Perseguimos la justicia y la felicidad.
Perseguimos a Dios, pero Dios está en nuestro interior.
La caza del ciervo mágico te enseña que tienes que buscar en tu interior. Es
una gran historia que merece la pena recordar. Si no te olvidas de Artemisa,
siempre encontrarás amor en tu interior. Los seres humanos que se persiguen
afanosamente unos a otros en busca de amor nunca se sentirán satisfechos; nunca
encontrarán el amor que necesitan en otros seres humanos. La mente siente la
necesidad, pero no es posible satisfacerla porque no está ahí. Nunca está
ahí.
El amor que necesitamos buscar es el que reside en nuestro interior, pero ese
amor es difícil de apresar. Resulta muy difícil acechar en tu interior y
conseguir el amor que hay en ti. Tienes que ser muy rápido, tan rápido como
Hermes, porque cualquier cosa puede distraerte y apartarte de tu objetivo.
Cualquier cosa que capte tu atención te distraerá y obstaculizará la consecución
de tu objetivo, que es conseguir la presa que reside en tu interior: el amor. Si
eres capaz de capturar la presa, verás que el amor crecerá con fuerza en tu
interior y que satisfará tus necesidades. Esto es de vital importancia para tu
felicidad.
Por lo general, los seres humanos inician una relación como si fuesen a cazar.
Buscan lo que creen que necesitan y esperan encontrarlo en otra persona, para
después descubrir que no está ahí. Por eso, cuando se inicia una relación sin
esta necesidad, es otro asunto.
¿Cómo cazar en tu interior? Para capturar el amor que está en tu interior
tienes que entregarte a ti mismo como el cazador y su presa. Dentro de tu mente
existe un cazador y también una presa. ¿Quién es el cazador y quién es la presa?
En la gente corriente, el cazador es el Parásito. El Parásito lo sabe todo de ti
y lo que quiere son las emociones que provienen del miedo. El Parásito es un
comedor de basura. Adora el miedo y la desdicha; adora el enfado, los celos y la
envidia; adora cualquier emoción capaz de hacerte sufrir. El Parásito quiere
desquitarse y quiere tener el control.
El método que adopta el Parásito para que te maltrates a ti mismo es el acoso
continuo durante veinticuatro horas al día; te persigue constantemente. De este
modo nos convertimos en la presa del Parásito, una presa muy fácil. El Parásito
es quien te maltrata. Es más que un cazador; es un predador y te está comiendo
vivo. La presa, el cuerpo emocional, es esa parte de nosotros que sufre y sufre
sin cesar; es la parte de nosotros que quiere ser redimida.
En la mitología griega, también encontramos la historia de Prometeo que,
encadenado a una roca, contemplaba día tras día cómo un águila le devoraba las
entrañas. Pero ¿cuál es el significado de esta historia? Cuando Prometeo está
despierto, tiene un cuerpo físico y emocional. El águila es el Parásito que se
come sus entrañas. Por la noche, no tiene cuerpo emocional y se recupera. Vuelve
a nacer para convertirse en el alimento del águila hasta que Hércules llega para
liberarlo. Hércules, al igual que Cristo, Buda o Moisés, rompe la cadena del
sufrimiento y le concede la libertad.
A fin de buscar en tu interior es necesario que empieces a acechar todas las
reacciones que tienes. Cambia un hábito de una vez. Es una guerra para liberarte
del sueño que controla tu vida. Es una guerra entre el predador y tú, en la que
la verdad está situada entre los dos. En todas las tradiciones del oeste, desde
Canadá hasta Argentina, nos denominamos guerreros porque el guerrero es el
cazador que se acecha a sí mismo. Se trata de una gran guerra, porque es una
guerra contra el Parásito. Que seas un guerrero no significa que ganes la guerra,
pero al menos te rebelas y dejas de aceptar que el Parásito te devore vivo.
Convertirte en cazador es el primer paso. Cuando Hércules acudió al bosque en
busca de Artemisa, vio que no tenía posibilidades de capturar al ciervo. Entonces
se fue a ver a Hermes, el supremo maestro, y aprendió a ser un cazador más hábil.
Necesitaba ser mejor que Artemisa a fin de darle caza. Para cazarte a ti mismo
también necesitas ser mejor cazador que el Parásito.
Si el Parásito trabaja veinticuatro horas al día, tú también tienes que
trabajar veinticuatro horas al día. Pero el Parásito tiene una ventaja: te conoce
muy bien. Te resulta imposible esconderte de él. El Parásito es la presa más
difícil. Es la parte de ti que intenta justificar tu conducta delante de los
demás, pero cuando estás solo, se convierte en el peor juez. Siempre está
juzgando, culpando y haciéndote sentir culpable.
En una relación normal en el infierno, el Parásito de tu pareja se alía con tu
Parásito en contra de tu verdadero yo. Tienes en tu contra no sólo a tu propio
Parásito, sino también al Parásito de tu pareja, que se une al tuyo para hacer
que el sufrimiento sea eterno. Ahora bien, si eres consciente de esto, podrás
establecer un cambio. Podrás tener una mayor compasión hacia tu pareja y
permitirle enfrentarse a su propio Parásito. Te sentirás feliz cada vez que ella
dé un nuevo paso hacia la libertad, y serás consciente de que, cuando esté
disgustada, entristecida o celosa, no estás tratando con la persona que amas sino
con el Parásito que está poseyéndola en ese momento.
Cuando sabes que el Parásito está ahí y comprendes qué es lo que le está
sucediendo a tu pareja, eres capaz de ofrecerle el espacio necesario para que se
enfrente a él. Y dado que tú sólo eres responsable de tu mitad de la relación, le
permitirás a ella que se ocupe de su propio sueño personal. De ese modo te
resultará más fácil no tomarte como algo personal lo que tu pareja haga. Esto
será de gran ayuda para la relación, porque no te tomarás a mal nada de lo que
haga tu pareja. Ella estará despachando su propia basura, y si tú no te lo tomas
como un asunto personal, te resultará muy fácil mantener una relación maravillosa
con ella.