La política exterior del Gobierno cubano es víctima de una
acuciante contradicción. Por un lado, pide al mundo occidental que
respete la soberanía de la Isla, que deje a Fidel Castro gobernar a
su antojo, sin sugerencias reformistas, persuasiones diplomáticas o
críticas públicas, sin denuncias en foros internacionales ni
sanciones económicas. Por el otro, ese mismo Gobierno pide la
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Espejismo (Tomás
Sánchez). | | | solidaridad
de los países occidentales en su lucha ideológica contra el
"imperialismo yanqui", la cual se basa en la certeza de que el
capitalismo y la democracia —las estructuras históricas de
Occidente— son injustos y destructivos. La política exterior cubana
se moviliza, pues, en torno a principios irreconciliables: es
aislacionista e internacionalista, provinciana y global,
excepcionalista y normativa.
Cuba es un problema mundial gracias a ese evento decisivo de la
historia contemporánea que fue la Revolución de 1959. Desde los años
60, la Isla ha desatado pasiones en el mundo por muchos motivos: por
ser un pequeño país enfrentado a Estados Unidos, por encarnar la
utopía de un socialismo diferente al soviético, por sovietizarse en
plena Guerra Fría o por ofrecerle a los gobiernos occidentales
algo simbólico y, a la vez, muy útil: una relación diplomática
que les permita afirmar su independencia frente a Washington. Muchas
democracias europeas en el pasado y algunas democracias
latinoamericanas en el presente, aunque defendieran un régimen
político contrario al cubano, han valorado altamente esa relación
compensatoria.
Para casi todos los políticos e intelectuales de la izquierda
occidental, Cuba fue una opción relativamente defendible, por lo
menos, hasta 1989. En los últimos quince años, esa misma izquierda
occidental ha expresado, de múltiples maneras, sus reparos a la
falta de democracia en la Isla. La crítica del sistema político
cubano, mucho más que la crítica, por ejemplo, del sistema político
chino o el norcoreano, se ha convertido en una seña de identidad de
la izquierda occidental postcomunista. El rechazo de ese régimen es
para esa izquierda un ajuste de cuentas con su propio pasado, un
desplazamiento del mito revolucionario, que adoraron en la juventud,
por la realidad totalitaria que desprecian en la adultez.
La excesiva norteamericanización del problema cubano, resultado,
entre otras razones históricas, de la inscripción de Cuba como un
tema electoral doméstico de la Casa Blanca, el Capitolio y sus
relaciones con la colonia cubanoamericana, impide apreciar, en su
justa medida, la importancia de esta crítica al régimen de Fidel
Castro desde la izquierda occidental. Sólo la necesidad de romper
con Cuba, para afirmar un perfil democrático postcomunista, explica
que el tema cubano se incorpore cada vez más al debate doméstico en
países como España, México, Argentina y Chile. En ninguno de estos
países existe una comunidad exiliada tan poderosa como para crear
una agenda cubana. Y como la derecha no tiene nada que agregar al
tema cubano desde 1959, es la izquierda la que, impelida por la
ruptura con su pasado revolucionario, coloca a Cuba en el centro del
debate.
La desproporcionada norteamericanización del problema cubano ha
demostrado ser un obstáculo al tránsito a la democracia en la Isla.
Líderes disidentes, como Oswaldo Payá y Elizardo Sánchez, e
importantes personalidades mundiales, como el ex presidente James
Carter y el Papa Juan Pablo II, se han percatado de la ineficacia de
esa agenda excesivamente protagónica de la Casa Blanca, basada en
sanciones económicas contra el Gobierno cubano y apoyos ostentosos a
la oposición y al exilio, la cual es aprovechada por el régimen de
Fidel Castro para reprimir en nombre de la seguridad nacional. En
este sentido, la mejor política de Washington hacia Cuba sería la no
política, el rebajamiento del perfil, con el ánimo de favorecer la
creciente mundialización del problema cubano.
Estados Unidos, qué duda cabe, tendrá que jugar un papel
importante en la transición a la democracia en Cuba. Pretender lo
contrario sería pensar en contra de una geografía y una historia
cada vez más globalizadas. Pero ese papel será más eficaz en la
medida que sea más discreto y neutral. Cualquier vehemencia, aunque
sea retórica, en la estrategia de Estados Unidos contra Cuba, es
hábilmente utilizada por el Gobierno de Fidel Castro para
escenificar una fantasía de amenaza inminente a la integridad
territorial de la Isla y para prolongar ese estado de sitio,
imaginario y real, que le permite imponer la unanimidad de su
voluntad personal e identificar la democracia con la pérdida de la
soberanía.
Fidel Castro hizo de Cuba un país mundial, y ahora el mundo
quiere opinar sobre lo que sucede en ese país llamado
Cuba. |