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TRIBUNA: TZVETAN TODOROV
Los torturadores
voluntarios de Bush
Los documentos elaborados por el anterior
Gobierno de EE UU son manuales detallados del suplicio y de su
autojustificación legal, moral y política. Sus eufemismos no pueden evitar el
espanto que provoca leerlos
TZVETAN TODOROV 14/05/2009
Los documentos relativos a las prácticas de tortura empleadas en
las cárceles de la CIA que el Gobierno de Obama hizo públicos el pasado 16 de
abril arrojan una nueva luz sobre esta cuestión: ¿cómo explicarse la facilidad
con la que han aceptado la tortura y la han aplicado a sus prisioneros unas
personas que actúan en nombre del Gobierno estadounidense?
Los documentos que se acaban de publicar no revelan los casos de
tortura concretos: éstos son de sobra conocidos por todos los que en su día
quisieron enterarse. Sin embargo, aportan abundante información sobre la forma
en la que se llevaban a cabo las sesiones de tortura y sobre cómo la entendían
los agentes que la practicaban.
Lo más sorprendente es descubrir la existencia de una normativa
increíblemente meticulosa, formulada en los manuales de la CIA y retomada, a su
manera, por los responsables jurídicos del Gobierno de George W. Bush. Hasta
ahora era posible imaginar que tales prácticas eran una muestra de lo que se
suele denominar "atropellos", infracciones involuntarias de las
normas provocadas por la urgencia del momento. Por el contrario, lo que se
percibe en los documentos recién conocidos es que se trata de unos procedimientos
pautados hasta en sus menores detalles, al milímetro, perfectamente
cronometrados.
Así, las formas de tortura son 10, número que posteriormente
será elevado a 13. Se dividen en tres categorías, cada una de ellas con
diversos grados de intensidad: preparatorias (desnudez, manipulación de la
alimentación, privación del sueño), correctivas (los golpes) y coercitivas
(duchas de agua fría, encierro en cajas, suplicio de la bañera).
En el caso de las bofetadas, el interrogador, según estos
manuales, debe golpear con los dedos separados, en un punto equidistante entre
el extremo de la barbilla y la parte inferior del lóbulo de la oreja.
La ducha de agua fría aplicada al prisionero desnudo puede durar
20 minutos si el agua está a cinco grados, 40 minutos si está a 10 grados, y
hasta 60 minutos si está a 15 grados.
La privación del sueño no debe ser superior a 180 horas, pero
tras un reposo de ocho horas, se puede recomenzar.
La inmersión en la bañera puede durar hasta 12 segundos, durante
un periodo que no debe exceder las dos horas diarias, y ello durante 30 días
seguidos (un preso particularmente resistente pasó por este suplicio 183 veces
en marzo de 2003).
El encierro en una caja de dimensiones muy reducidas no debe ser
superior a dos horas, pero si la caja permite que el prisionero esté de pie, se
puede prolongar hasta ocho horas seguidas, 16 por día. Si se introduce un
insecto en el interior, no se le debe decir al prisionero que la picadura será
dolorosa o incluso mortal.
Y así sucesivamente durante páginas y páginas.
Nos enteramos también por estos documentos de cómo se forma a
los torturadores. La mayoría de esas torturas está copiada del programa que
siguen los soldados americanos que se preparan para enfrentarse a situaciones
extremas (lo que permite a los responsables concluir que se trata de pruebas
absolutamente soportables). Y lo que todavía es más importante, se elige a los
torturadores entre aquellos que han tenido "una larga experiencia
escolar" en este tipo de pruebas extremas; dicho en otras palabras, los
propios torturadores han sido torturados en una primera fase de su formación.
Tras la cual, un cursillo intensivo de cuatro semanas basta para prepararlos
para su nuevo trabajo.
Los socios indispensables de los torturadores son los consejeros
jurídicos, cuya labor es garantizar la impunidad legal de sus colegas. Esto
constituye otra novedad: la tortura ya no se presenta como una infracción de la
norma común, lamentable pero excusable, sino que se convierte en la propia
norma legal. En este caso, los juristas recurren a otra serie de técnicas. Para
librarse de la ley, los interrogatorios deben realizarse fuera del territorio
nacional de Estados Unidos, aunque puedan efectuarse en bases norteamericanas
en terceros países.
Tal como se define legalmente, la tortura implica la intención
de producir un gran sufrimiento. Se sugerirá, por consiguiente, a los
torturadores que nieguen la presencia de esa intención. De tal modo que no se
abofetea al preso para producirle dolor, sino para sorprenderlo y humillarlo.
En cuanto al objetivo de encerrarlo en una caja de reducidas dimensiones no es
provocar un desorden sensorial, sino producirle cierta sensación de
incomodidad.
El verdugo debe insistir siempre en su "buena fe", en
sus "convicciones sinceras" y en lo razonable de sus premisas. Se han
de utilizar sistemáticamente eufemismos: "Técnicas reforzadas", en
lugar de tortura; "experto en interrogatorios", en lugar de
torturador.
También se evitará dejar huellas físicas, y, por esta razón, se
preferirá la destrucción mental a los daños físicos; asimismo, se destruirán
inmediatamente las posibles grabaciones o tomas visuales de las sesiones.
Otros colectivos colaboran en la práctica de la tortura: el
contagio se extiende allende el limitado círculo de los torturadores. Aparte de
los juristas que se encargan de dar legitimidad a sus actividades, en los
documentos se menciona sistemáticamente a los psicólogos, a los psiquiatras y a
los médicos (obligatoriamente presentes en todas las sesiones), además de a las
mujeres (los torturadores son hombres, pero la humillación es aún mayor, más
grave, cuando hay mujeres presentes) y a los profesores de universidad que
proveen justificaciones morales, legales o filosóficas.
¿A quién debemos considerar hoy responsable de esta perversión
de la ley y de los principios morales más elementales?
Los ejecutores voluntarios de la tortura lo son menos que los
altos cargos y los magistrados que la justificaron y la fomentaron; y éstos,
menos responsables, a su vez, que quienes teniendo el poder de tomar decisiones
políticas les pidieron que lo hicieran.
Los Gobiernos extranjeros aliados, sobre todo los europeos,
también tienen su parte de responsabilidad: pese a haber estado siempre al
corriente de la existencia de estas prácticas y de haberse beneficiado de la
información obtenida por estos medios, nunca, ni antes ni ahora, se preocuparon
por alzar la más mínima protesta, ni siquiera hicieron el más leve signo de
desaprobación. Quien calla otorga. ¿Habría que sentarlos en el banquillo?
En una democracia, la condena de los políticos consiste en
privarlos del poder no reeligiéndolos. Y con respecto a los otros
profesionales, se esperaría que sean sus iguales quienes les impongan el
castigo, pues ¿quién querría ser alumno de semejante profesor, paciente de un
médico tal o juzgado por un juez así?
Si se quiere comprender por qué estos valientes estadounidenses
aceptaron tan fácilmente convertirse en torturadores, de nada vale intentar
encontrar argumentos en el odio o en un miedo ancestral a los musulmanes o a
los árabes. No. La situación es mucho más grave.
Lo que nos enseñan los documentos estadounidenses que acaban de
hacerse públicos es que, siempre y cuando forme parte de un colectivo y esté
respaldado por él, cualquier hombre que obedezca a los nobles principios
dictados por el "sentido del deber", por la necesaria "defensa
de la patria", o que se deje arrastrar por un temor elemental por la vida
y el bienestar de los suyos, puede convertirse en torturador.