Las
realidades de la naturaleza
Considerar el mundo en términos de
patrones e interconexiones de sucesos individuales no les habría parecido
extraño a los habitantes de la Edad Media ni a los de la China antigua. El
tapiz de Bayeux, que muestra la conquista normanda de Inglaterra en 1866,
anuncia esta invasión dramática con la aparición de un cometa nuevo en el
cielo. Y de este modo, la coronación de reyes, inicios de guerra o
epidemias y el nacimiento de hombres famosos siempre iban acompañados de
variados presagios naturales. Según esta visión del mundo, existen
afinidades entre cosas y comprensiones aparentemente distintas, que actúan
entre el cuerpo, el alma y el mundo exterior.
En efecto, se consideraba que la
naturaleza era un solo organismo gigantesco en que cada persona tenía su
propio lugar. El convertirse en una parte de esta armonía del universo era
la clave para la acción correcta y engendraba una forma de conocimiento
que nunca estaba separada de los valores y creencias subjetivos. Con el
desarrollo de la ciencia, sin embargo, se descubrió que el universo se
podía describir de otras maneras. La materia celestial y la terrenal ya no
eran de órdenes distintos, dado que ambas se podían explicar bajo la ley
newtoniana de la gravitación universal. En lugar de las afinidades y
comprensiones misteriosas estaba el concepto científico de la fuerza que
se podía cuantificar con precisión y relacionar matemáticamente con
cambios de movimiento. La anatomía y una comprensión de la circulación de
la sangre sustituyeron a los humores y correspondencias astrológicas y
finalmente condujeron a penetraciones (insights) médicas como la
teoría bacteriológica de la enfermedad, la vacunación y una hueste de
medicamentos modernos. La ciencia, ayudada por la matemática, fue capaz de
describir el universo en términos cuantitativos que tuvieron un poder
profético impresionante. Utilizando el planteamiento científico, se podía
aislar y analizar cualquier fenómeno bajo condiciones repetibles hasta
que, incluso los procesos más complejos fueron reducidos a una colección
de unidades elementales conocidas que actuaban de un modo previsible como
consecuencia de las fuerzas entre ellas.
En su punto culminante, hacia finales del
siglo XIX, la mecánica newtoniana se había convertido en modelo para todas
las demás ciencias, y el gran Lord Kelvin, dirigiéndose a la Sociedad Real
de Inglaterra, mantenía que la física estaba llegando a su fin, un fin en
el que todo fenómeno se podría explicar en términos de un puñado de leyes
físicas, reduciendo, en principio, los campos más complejos de la biología
y la química, a la certidumbre de la física. Para Lord Kelvin, el universo
se había transformado de un organismo vivo en algo que era mucho más
parecido a una máquina, una máquina de enorme ingenio en cuanto a su
construcción y funcionamiento, pero que no obstante, era mecánica, dado
que su comportamiento se podía reducir al funcionamiento de partes que se
movían, cada una obedeciendo unas cuantas leyes básicas. Dentro de dicha
máquina, sin embargo, hay poco lugar para los valores y el significado o
para los hechos interiores de la experiencia y la revelación. E incluso la
naturaleza humana aparentemente se podía reducir al funcionamiento de los
instintos y las represiones que, alternativamente, tuvieron sus orígenes
en corrientes de energía que eran consecuencia de reacciones
electroquímicas del sistema nervioso.
La teoría cuántica y la relatividad
produjeron un efecto revolucionario sobre este planteamiento newtoniano,
no sólo en la transformación del formalismo de la física sino también en
el cambio de la visión del mundo que se relacionaba con él. Neils Bohr,
por ejemplo, recalcó que la teoría cuántica había revelado la
indivisibilidad esencial de la naturaleza mientras que el principio de la
incertidumbre de Heisenberg indicaba el punto hasta el que un observador
interviene en el sistema que observa. Un físico contemporáneo, John
Wheeler, ha expresado este nuevo planteamiento en términos particularmente
gráficos:
“Teníamos una antigua idea
de que había un universo allí fuera, y aquí está el hombre, el observador,
protegido seguramente del universo por una plancha de vidrio cilíndrica de
seis pulgadas. Ahora aprendemos del mundo cuántico que, incluso para
observar un objeto tan minúsculo como un electrón, tenemos que romper ese
vidrio cilíndrico; tenemos que llegar hasta adentro... De modo que la
antigua palabra observador simplemente tiene que ser eliminada de los
libros, y debemos sustituirla con la nueva palabra participante. De este
modo hemos llegado a darnos cuenta de que el universo es un universo de
participación”.
Este universo de participación de Bohr y
Heisenberg, esta relatividad del espacio y del tiempo, esta interconexión
de las cosas, señala una visión del mundo muy distinta a la del mecanismo
newtoniano. Pero a pesar de las revoluciones importantes que han ocurrido
en la física, los antiguos modos de pensar siguen dominando nuestra
relación con la naturaleza. Creemos que el tiempo es exterior a nuestras
vidas y que nos lleva en su corriente; la causalidad gobierna las acciones
de la naturaleza con su mano de hierro y nuestra «realidad de consenso»
está limitada a la superficie de las cosas y se parece más al
funcionamiento vinculado a las reglas de un máquina que a la adaptabilidad
sutil de un organismo. Incluso los científicos mismos, que aceptan el
formalismo y la matemática de lo que se ha llamado la «nueva física»,
conservan muchas de las actitudes de la ciencia del siglo XIX. La mayoría
de ellos creen, por ejemplo, en alguna forma de realidad objetiva que es
externa e independiente a ellos. Ellos buscan partículas
fundamentales y entidades elementales de las que se supone
que está construida toda la naturaleza. Creen que los campos más complejos
de la química y la biología le pueden reducir, en principio, a las leyes
de la física, y consideran que la conciencia es un epifenómeno del cerebro
físico. Paradójicamente, los científicos todavía no han alcanzado las
implicaciones más profundas de su propio sujeto.
La visión del mundo que todos hemos heredado de una física
anticuada todavía ejerce un profundo efecto sobre toda nuestra vida;
penetra en nuestras actitudes hacia la sociedad, el gobierno y las
relaciones humanas, y sugiere que cada situación adversa se puede analizar
como un «problema» aislado con una solución o método de control
correspondiente. Es por tales razones que la sincronicidad puede ejercer
un efecto tan profundo sobre nosotros, puesto que va más allá de nuestras
defensas intelectuales y rompe nuestra fe en el carácter tangible de las
superficies y en los órdenes lineales del tiempo y de la
naturaleza.